jueves, 21 de septiembre de 2017

Adiós invierno

No logro salir de este pozo donde me enterró mamá el 19 de julio de 2015, cuando me pegó una patada en el orto y me dejó en la calle, en su estado de ebriedad mezclado con pastillas. Junté mis cosas en una mochila, San Cristóbal estaba en silenció, grité, como si alguien fuera a ayudarme, a escucharme, a darme una mano. Grité porque colapsé, porque ese día colapsó mi vida. Ese día, ese invierno, estuve muerta, perdida y sola.
Este invierno cumplí 20 y esa sensación vuelve a mi de forma recurrente.
De repente miro a mi alrededor y tengo miedo.  Quiero llorar, quiero gritar, quiero saltar desde muy alto y estrellarme contra el suelo. No logro entender mi lugar en el mundo, si es que hay uno, o por qué no me abortaron cuando pudieron ,si me iban a tirar como una bolsa de basura, como un perro que dejo de ser lindo, como un pedazo de mierda. “No hay un manual para ser padres” repetía papá para calmar su consciencia.
Mi vida se trata de ir subiendo peldaños de mierda. Un día trabajas en una oficina y te esconden cuando viene la AFIP, otro día estás de cadete 10 horas en negro para un viejo misógino  y al otro día limpias los baños en Mc Donald’s. Peldaños de mierda, arrastrándote en peldaños de mierda, tratando de subir, buscando llegar a alguna parte sin pertenecer a ningún lado, sin saber realmente que queres o a donde queres llegar, subiendo porque quizás hay una superficie lisa, limpia, plana, equilibrada, una superficie estable, algo estable después de toda esa mierda, subiendo porque te dicen que no podes rendirte, que no vale la pena, que es escapar a los problemas, que eso es para los cobardes. Quiero que se callen, dejen de darme consejos pelotudos y pónganse un instante en mis zapatos. Dejen de minimizar mi sufrimiento, de decirme que “hay cosas peores”, dejen de hacerme sentir más mierda de lo que ya me siento, más sola y menos comprendida de lo que ya me siento, dejen de hacerme sentir tan marginal.
 Me veo subiendo, escalón a escalón, y la mierda tiene incrustada más mierda, y me arrastro, y no llego. Y los días que siento que no llego, me asfixio en mi contexto, en los $67 la hora, en el abandono de mis padres, en el rechazo de Martín y cómo me rompió el corazón en mil pedazos, y en lo estúpida que me siento diciendo estas cursilerías, lo estúpida que me siento por haberme enamorado, y como cada vez que me masturbo lo recuerdo, como lo recuerdo en cada cigarrillo, en cada estación de la línea A, de repente todo se acumula y tengo ganas de salir disparada, y siento que me inflo y que voy a estallar, que cuando lo haga no va a haber vuelta a atrás. Muero en vida, cada día, cada tarde, cada noche. Me retuerzo de dolor y de angustia en la cama, que no es mi cama, es la cama en otra casa, de repente no tengo lugar, no tengo donde caerme muerta, podría caerme muerta en el piso del trabajo, o tirarme del balcón de la casa de un amigo, pero no tengo mi lugar, mi lugar donde morir.
Otros días me veo y me dan ganas de darme un abrazo, porque con toda esa mochila en mi espalda, con todo el peso de estar sola, de sentirme una carga para la gente que me rodea, de sentirme una carga para mi, de sentirme ese bebé no deseado que se volvió adulto no deseado, salgo a la calle, voy al trabajo, regreso, a veces me río, hago reir a otros, les cuento cuando me cogí un viudo que tenía tatuado el nombre de su difunta esposa en el pecho, o les cuento cuando en séptimo grado me descompuse yendo a Córdoba y me aguanté cinco horas hasta que paramos en la parrillita para ir al baño, o les cuento que mi vida es una mierda de una forma tan tragicómica que me olvido lo mierda que es y me quiero. Me quiero por mi aguante, me quiero por mi determinación, por mis ganas, me quiero a pesar de querer rajarme un tiro, me quiero porque sé que soy lo único que tengo, mi única certeza, mi propio motor.