No logro
salir de este pozo donde me enterró mamá el 19 de julio de 2015, cuando me pegó
una patada en el orto y me dejó en la calle, en su estado de ebriedad mezclado
con pastillas. Junté mis cosas en una mochila, San Cristóbal estaba en silenció,
grité, como si alguien fuera a ayudarme, a escucharme, a darme una mano. Grité
porque colapsé, porque ese día colapsó mi vida. Ese día, ese invierno, estuve
muerta, perdida y sola.
Este
invierno cumplí 20 y esa sensación vuelve a mi de forma recurrente.
De repente
miro a mi alrededor y tengo miedo. Quiero llorar, quiero gritar, quiero saltar
desde muy alto y estrellarme contra el suelo. No logro entender mi lugar en el
mundo, si es que hay uno, o por qué no me abortaron cuando pudieron ,si me iban
a tirar como una bolsa de basura, como un perro que dejo de ser lindo, como un
pedazo de mierda. “No hay un manual para ser padres” repetía papá para calmar su
consciencia.
Mi vida se
trata de ir subiendo peldaños de mierda. Un día trabajas en una oficina y te
esconden cuando viene la AFIP, otro día estás de cadete 10 horas en negro para
un viejo misógino y al otro día limpias
los baños en Mc Donald’s. Peldaños de mierda, arrastrándote en peldaños de
mierda, tratando de subir, buscando llegar a alguna parte sin pertenecer a
ningún lado, sin saber realmente que queres o a donde queres llegar, subiendo
porque quizás hay una superficie lisa, limpia, plana, equilibrada, una
superficie estable, algo estable después de toda esa mierda, subiendo porque te
dicen que no podes rendirte, que no vale la pena, que es escapar a los
problemas, que eso es para los cobardes. Quiero que se callen, dejen de darme
consejos pelotudos y pónganse un instante en mis zapatos. Dejen de minimizar mi
sufrimiento, de decirme que “hay cosas peores”, dejen de hacerme sentir más
mierda de lo que ya me siento, más sola y menos comprendida de lo que ya me
siento, dejen de hacerme sentir tan marginal.
Me veo subiendo, escalón a escalón, y la
mierda tiene incrustada más mierda, y me arrastro, y no llego. Y los días que
siento que no llego, me asfixio en mi contexto, en los $67 la hora, en el
abandono de mis padres, en el rechazo de Martín y cómo me rompió el corazón en
mil pedazos, y en lo estúpida que me siento diciendo estas cursilerías, lo estúpida
que me siento por haberme enamorado, y como cada vez que me masturbo lo
recuerdo, como lo recuerdo en cada cigarrillo, en cada estación de la línea A, de
repente todo se acumula y tengo ganas de salir disparada, y siento que me inflo
y que voy a estallar, que cuando lo haga no va a haber vuelta a atrás. Muero en
vida, cada día, cada tarde, cada noche. Me retuerzo de dolor y de angustia en
la cama, que no es mi cama, es la cama en otra casa, de repente no tengo lugar,
no tengo donde caerme muerta, podría caerme muerta en el piso del trabajo, o
tirarme del balcón de la casa de un amigo, pero no tengo mi lugar, mi lugar
donde morir.
Otros días
me veo y me dan ganas de darme un abrazo, porque con toda esa mochila en mi
espalda, con todo el peso de estar sola, de sentirme una carga para la gente
que me rodea, de sentirme una carga para mi, de sentirme ese bebé no deseado
que se volvió adulto no deseado, salgo a la calle, voy al trabajo, regreso, a
veces me río, hago reir a otros, les cuento cuando me cogí un viudo que tenía
tatuado el nombre de su difunta esposa en el pecho, o les cuento cuando en
séptimo grado me descompuse yendo a Córdoba y me aguanté cinco horas hasta que
paramos en la parrillita para ir al baño, o les cuento que mi vida es una
mierda de una forma tan tragicómica que me olvido lo mierda que es y me quiero.
Me quiero por mi aguante, me quiero por mi determinación, por mis ganas, me
quiero a pesar de querer rajarme un tiro, me quiero porque sé que soy lo único
que tengo, mi única certeza, mi propio motor.